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Foto Gregorio Mayí.

Esa era la impresión de sólo asomar la vista por el balcón de nuestra cabina. Estábamos en aguas de Santorini, y un “tender” o pequeño bote nos llevaría desde nuestro barco, el Nieuw Amsterdam hasta tierra firme. Estábamos haciendo el itinerario “Imperios del Mediterráneo”, con unos destinos fabulosos entre ellos Turquía y Grecia.
Esta isla griega parece de revista. Sabía que una vez en el muelle,  tendría tres opciones para subir hasta el pueblo: tomar un funicular, hacer una intensa caminata entre escaleras de piedra que duraba unos 40 minutos, o tomar un taxi, lo único que era un “burro-taxi”. Me decidí por el primero sólo para arrepentirme junto a otros viajeros que pensábamos que el funicular chocaría de frente con la altísima montaña.
Ya arriba el susto dio paso a la sorpresa. Qué belleza de lugar. Otra vez callecitas estrechas empedradas, pero esta vez entre cuestas y cuestas, y paisajes que embelesan y hacen difícil que sigas caminando porque quieres capturar con tu cámara tanta maravilla. Cielos azulísimos que se funden con el mar del mismo color y las casitas blancas, con techos azules. Lo único que se te ocurre pensar es que tienes que volver allí.
En la ciudad te encuentras iglesias, museos, restaurantes y galerías de arte.Y oh, Dios! De nuevo las tiendas con accesorios tan lindos y de gran calidad, que quisieras llevártelos todos. Desde vinos, aceites de oliva extraordinarios, hasta prendas, tienes para escoger. Pero parte del atractivo turístico también son los restaurantes, con puertas que parecen abiertas al océano y dan la sensación que con atravesarlas irás de lleno al paraíso. ¡Todo un espectáculo!
Sin poder olvidar la hora de regreso al barco, llegó el momento de bajar hasta el muelle y esta vez, con una fila de más de una hora para tomar el funicular, me decidí por la caminata entre piedras y burros, y un intenso calor. Estos enormes animales que parecen caballos tienen el derecho de paso ganado porque sí, así que tienes que salir del medio para que ellos sigan su camino.
Ya a mitad del trayecto y cuando las fuerzas empiezan a flaquear no hay remedio, más que disfrutarte el paisaje de los barcos anclados en el medio del mar y las casitas cuyos habitantes seguro sienten que tocan el cielo con las manos.
Al final del camino puedes tomarte una foto con un burro, (eso mismo hice), por unos cinco euros, y si quieres, tomarte una bebida refrescante en una de las tavernas del muelle. De vuelta al barco, un baño obligatorio antes de hacer más nada, porque el calor y el sudor no te dejan otra opción.

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